6 de marzo de 2013

Se paró el reloj en Venezuela.


Durante los próximos días habría que suspender el curso de la vida sobre estas tierras para despedir -sin pensar en lo que vendrá- a quien trajo a la región un aire nuevo. El recorrido que una noticia de esta índole hace es caprichoso. Quizás gente que ha estado pendiente de la evolución del estado de Chávez se entera por un familiar o amigo ajeno, u opositor, que el líder venezolano ha fallecido en Caracas un martes de marzo por la tarde. Es curioso cómo, sea de la forma que sea, la mayoría recuerda qué hacía o dónde estaba en el momento de enterarse.

La muerte de Chávez implica un cambio de paradigmas. Nunca más necesario quitarle a la ciencia un término que en estos momentos en lo que Latinoamérica se debate entre el lamento y la expectativa. Hay desazón, se percibe, es fácilmente palpable. La muerte de Chávez, a pesar de las apariencias, no es la crónica de una muerte anunciada. Había en torno a su recuperación una marea permanente de buenos pronósticos. El cáncer había sido detectado hace casi dos años y desde entonces los viajes a Cuba para tratarlo habían tenido cada vez mayor frecuencia. La última estancia en la clínica de La Habana se extendió más de dos meses y estuvo marcada por episodios bochornosos, como la publicación de esa fotografía que fue portada de El País, que provocó el repudio de la ciudadanía y de los pocos medios que todavía tienen algo de entereza, o trascendidos adjudicados a anónimos colaboradores estrechos del mandatario. Contra estos titulares, más expresión de deseo que realidad, su regreso a Venezuela la última semana era un hito más en lo que marcaba su acercamiento a la asunción.

Diosdado Maduro ocupa la presidencia interina por haber acompañado a Chávez en la fórmula que los ungió antes de fin de 2012 como representantes del pueblo durante otro periodo. Su anuncio por cadena nacional informando la muerte de su colega es emotiva, conmovedora, frágil. No es habitual ver a una figura pública expuesta como se le vio a Diosdado. Para muchos, es el sucesor de Hugo Chávez. Así lo señaló él mismo cuando en diciembre viajó a La Habana para iniciar el tratamiento. Habrá que esperar a las elecciones presidenciales que habrán de realizarse de aquí a 30 días para ver el devenir de la cuestión.

¿Cómo es posible que nos obliguen a hacer los balances de la gestión post muerte? Debe ser que la muerte golpea de frente y muy fuerte contra, sino no puede explicarse. Hasta el momento en que una persona desaparece físicamente, su legado tiene una cierta significación que sólo es posible completar en el momento de su fallecimiento. Y aunque sea un hecho extensivo a toda la especie humana, en figuras públicas de gran ascendente sobre el pueblo, esas muertes funcionan dando dinámica de gran familia al país o a la región. En Argentina -desde donde escribo- la muerte de Néstor Kirchner en 2010 tuvo algunas notas comunes con lo que se ve en estas horas. Un fervor popular absoluto como protagonista máximo de la jornada, el reconocimiento de sus pares, un estado de conmoción y parálisis política que es consecuencia de una muerte no deseada.

La oposición en Venezuela tiene un representante. Su nombre es Henrique Capriles, y no tiene el mismo modelo de país en mente que el que el país de las telenovelas viene teniendo a la vista durante los últimos 14 años. Las transformaciones son procesos largos, lentos y constantes. Nadie podrá decir que los cambios no se ven o no se sienten. Serán días estos de ver la figura grande y llamar las cosas por su nombre. Por simpático, empático o antipático que les pareciera Hugo Chávez, dediquen estos días a comprender la magnitud de esta muerte.

Tolchoko

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