Yo me dedico a dar
clases particulares a diversos alumnos en Madrid. Parte de mi trabajo
es entender las dificultades de cada uno de mis alumnos para
encontrar la forma de explicar las asignaturas que mejor convenga.
Con frecuencia inusitada, me encuentro con alumnos que se quejan de
que el profesor o la profesora de cierta asignatura no explica bien.
O sea, que en clase en el instituto no entienden prácticamente nada.
Su asistencia a dichas clases se limita a poco más que copiar en un
cuaderno lo que pueden.
Esto genera un
daño muy profundo en ocasiones, a veces tanto que por muchas clases
que yo dé con el alumno no hay manera de que se subsane la
situación. A veces mis clases hacen poco por el joven al que le han
causado una confusión brutal de conceptos e ideas. Una fracción de
estos alumnos en crisis consigue sacar adelante las asignaturas con
suerte o por empeño. Para la mayoría, sin embargo, el asunto no
acaba bien. En ocasiones, la culpa recae también sobre mí aunque no
sea merecida.
Siendo realista,
yo no puedo deshacer en unas “pocas horas” una maraña mental que
ha llevado meses elaborar, incluso años. Algunos alumnos captan mis
consejos y empiezan a ir mejor desde el primer momento pero otros
siguen hundidos en el pozo desde el cual no ven la salida. Para
algunas personas, el daño que se les causa a base de malas
explicaciones es demasiado acusado y no hay manera. Son años de
malas influencias, sobre todo si el “mal” profesor imparte varias
asignaturas o se cruza por su camino en más de una ocasión.
Esta turbia bomba
de relojería explota, si es que no lo hace antes, inevitablemente en
segundo de bachillerato, el curso cuyo objetivo es nivelar los
conocimientos para preparar la prueba de acceso universitario, PAU.
Muchas personas se quejan de que no entienden las mates, unos pocos
tienen problemas con física y/o química y una cantidad importante
de alumnos me confiesan que no entienden para nada la filosofía.
¿Qué tiene en común estas asignaturas? El pensamiento lógico
subyacente a la comprensión ya sea de problemas numéricos o de
esquemas mentales.
Hay un problema
muy serio que afecta a un gran número de estudiantes: los profesores
que están cabreados. Quienes no han conseguido sus objetivos
personales y, por lo tanto, han tenido que “conformarse” con un
puesto de trabajo fijo, en este caso de docente, son propensos de
acabar pagando algunas de sus frustraciones con los alumnos que
tienen a su cargo. Los resultados son nefastos y evidentes en el
rendimiento escolar. Esta es la más preocupante consecuencia de que
no haya un control exhaustivo sobre los profesores en la actualidad.
César P.
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