Tengo la suerte de
nunca haber pisado un hospital con motivo de quedarme ingresado pero
sí he estado en alguno en más de una ocasión acompañando a un ser
querido o amigo por diversos motivos. Incluso he pasado una noche
cerca de un familiar presenciando en primera persona lo que significa
estar entre enfermos. Y lo odio. El olor a enfermedad me repele, la
sensación de estar cerca de personas con dolencias de todo tipo me
incomoda. Los hospitales en su totalidad son lugares que no me gustan
en absoluto.
Hace poco, acudí
a uno de estos centros porque mi novia tenía una infección seria en
el maxilar inferior. Antes de eso, habíamos ido a un centro de salud
de urgencias para tratar este problema y lo que le recetaron hacía
poco o demasiado lento efecto como para notar mejora alguna. El caso
es que terminamos yendo a un hospital al día siguiente en búsqueda
de una solución aceptable. Tras una corta revisión, le recetaron
más medicamentos incluyendo antibióticos, analgésicos y omeoprazol
para paliar el daño estomacal que las pastillas producen.
No tengo muchos
conocimientos de medicina ni de química orgánica pero me hago una
idea superficial de cómo funciona la medicina. Hace años, cuando
decidí mi profesión surgió la posibilidad de estudiar medicina, no
porque me llamase mucho la atención sino por recomendación de algún
familiar. Después de todo, quién no quiere que su hijo, sobrino o
nieto sea médico, ¿verdad? El prestigio y salario de los médicos
son credenciales suficientes para avalar esta profesión.
Sin
embargo, por bien que sonase, no me llamaba en absoluto ayudar a las
personas en la forma en la que lo hace un médico. Había algo
en
la medicina que no me convencía en aquel momento de mi adolescencia
y que no fui capaz de determinar con precisión. En resumidas
cuentas, acabé aceptando que no me gustaría tratar a personas
enfermas y descarté la profesión de médico por exceso de contacto
personal según mis baremos. En su lugar, elegí una profesión que
no requiere tratar a personas, al menos no de forma tan rutinaria
como remunerada.
Ahora sí puedo describir por qué la medicina no fue mi profesión y
no me arrepiento para nada de mi pasado buen criterio. A pesar de
todo lo que se sabe sobre los procesos bioquímicos en el ser humano,
la medicina es – siendo tan escueto que roce lo inadecuado – un
enorme catálogo que especifica un tratamiento para cada mal.
Pensemos que hay una medicina para cada enfermedad curable. El
inconveniente salta a la vista: lo que viene bien a una persona puede
no funcionar con otra. Entonces, hay un tratamiento alternativo, es
decir, otro medicamento. Y si éste no funciona, surge otro, y así
sucesivamente.
Además,
a pesar de que el diagnóstico suele ser unánime para la mayoría de
los malestares, dolencias y enfermedades comunes el tratamiento suele
variar desde ligeramente a mucho. Llamadme quejica, pero no me gusta
la idea de que se juegue a prueba y error con mi organismo. No me
refiero al tratamiento en sí, si no a los detalles. Un médico te
puede recetar un medicamento X para una enfermedad Y. Pero otro
médico puede recetarte un medicamento Y para el mismo caso, y así
ad infinitum.
Visto así, la medicina me parece una práctica, cuanto menos, un
poco imprecisa. Por no mencionar que si un tratamiento no funciona la
solución pasa por aumentar la dosis, recetar medicamentos más
fuertes o aumentar la cantidad de los mismos con la esperanza de que
alguno funcione. Eso es lo que pude ver hace unos días cuando la
cantidad de medicamentos que recetaron a mi novia, de pronto, se
triplicó. Creo que se cumple una regla muy sencilla que resume la
mecánica de la medicina actual: hasta que un paciente se cura, la
cantidad de medicamentos recetados solo puede aumentar.
César P.
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