10 de diciembre de 2014

La ciencia de la medicina


Tengo la suerte de nunca haber pisado un hospital con motivo de quedarme ingresado pero sí he estado en alguno en más de una ocasión acompañando a un ser querido o amigo por diversos motivos. Incluso he pasado una noche cerca de un familiar presenciando en primera persona lo que significa estar entre enfermos. Y lo odio. El olor a enfermedad me repele, la sensación de estar cerca de personas con dolencias de todo tipo me incomoda. Los hospitales en su totalidad son lugares que no me gustan en absoluto.

Hace poco, acudí a uno de estos centros porque mi novia tenía una infección seria en el maxilar inferior. Antes de eso, habíamos ido a un centro de salud de urgencias para tratar este problema y lo que le recetaron hacía poco o demasiado lento efecto como para notar mejora alguna. El caso es que terminamos yendo a un hospital al día siguiente en búsqueda de una solución aceptable. Tras una corta revisión, le recetaron más medicamentos incluyendo antibióticos, analgésicos y omeoprazol para paliar el daño estomacal que las pastillas producen.

No tengo muchos conocimientos de medicina ni de química orgánica pero me hago una idea superficial de cómo funciona la medicina. Hace años, cuando decidí mi profesión surgió la posibilidad de estudiar medicina, no porque me llamase mucho la atención sino por recomendación de algún familiar. Después de todo, quién no quiere que su hijo, sobrino o nieto sea médico, ¿verdad? El prestigio y salario de los médicos son credenciales suficientes para avalar esta profesión.

Sin embargo, por bien que sonase, no me llamaba en absoluto ayudar a las personas en la forma en la que lo hace un médico. Había algo en la medicina que no me convencía en aquel momento de mi adolescencia y que no fui capaz de determinar con precisión. En resumidas cuentas, acabé aceptando que no me gustaría tratar a personas enfermas y descarté la profesión de médico por exceso de contacto personal según mis baremos. En su lugar, elegí una profesión que no requiere tratar a personas, al menos no de forma tan rutinaria como remunerada.

Ahora sí puedo describir por qué la medicina no fue mi profesión y no me arrepiento para nada de mi pasado buen criterio. A pesar de todo lo que se sabe sobre los procesos bioquímicos en el ser humano, la medicina es – siendo tan escueto que roce lo inadecuado – un enorme catálogo que especifica un tratamiento para cada mal. Pensemos que hay una medicina para cada enfermedad curable. El inconveniente salta a la vista: lo que viene bien a una persona puede no funcionar con otra. Entonces, hay un tratamiento alternativo, es decir, otro medicamento. Y si éste no funciona, surge otro, y así sucesivamente.

Además, a pesar de que el diagnóstico suele ser unánime para la mayoría de los malestares, dolencias y enfermedades comunes el tratamiento suele variar desde ligeramente a mucho. Llamadme quejica, pero no me gusta la idea de que se juegue a prueba y error con mi organismo. No me refiero al tratamiento en sí, si no a los detalles. Un médico te puede recetar un medicamento X para una enfermedad Y. Pero otro médico puede recetarte un medicamento Y para el mismo caso, y así ad infinitum.

Visto así, la medicina me parece una práctica, cuanto menos, un poco imprecisa. Por no mencionar que si un tratamiento no funciona la solución pasa por aumentar la dosis, recetar medicamentos más fuertes o aumentar la cantidad de los mismos con la esperanza de que alguno funcione. Eso es lo que pude ver hace unos días cuando la cantidad de medicamentos que recetaron a mi novia, de pronto, se triplicó. Creo que se cumple una regla muy sencilla que resume la mecánica de la medicina actual: hasta que un paciente se cura, la cantidad de medicamentos recetados solo puede aumentar.

César P.  

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