Atendiendo a la definición que
nos da el diccionario de Economía de Oxford, competitividad es la capacidad para
competir en los mercados de bienes y servicios. A pesar de la sencillez de la definición,
pocos conceptos habrán presentado mayor complejidad y recibido interpretaciones
más divergentes. Pocos también habrán estado tan cargados de ideología. En
realidad, el término aparece como una poderosa arma en el lenguaje neoliberal
para imponer a las poblaciones las medidas más reaccionarias y a los
trabajadores toda clase de sacrificios. Es una coartada perfecta. Se erige como
el nuevo Dios al que sacrificar todo. Ante sus dictados, ningún otro valor ni
objetivo está legitimado para reclamar derecho alguno.
A la voz de que hay que ser
competitivos se intenta deprimir los salarios reales, redistribuyendo la renta
a favor del capital. Se atacan las cotizaciones sociales y los impuestos, con
lo que resulta imposible mantener un sistema de protección social. Se propugna
la modificación del mercado laboral, destruyendo las conquistas sociales del
pasado y se retrocede hacia modelos económicos trasnochados que ya fracasaron y
fueron superados por los acontecimientos.
El concepto de competitividad
remite en primer lugar a las empresas y al mercado. En una economía de libre
mercado, las empresas luchan por obtener un trozo cada vez mayor de la tarta.
Con frecuencia significa robárselo a la compañía rival, ya que en buena medida
la competitividad es un sistema de suma cero: la porción de mercado que gana
una empresa la pierde otra.
Todo este planteamiento adquiere
una nueva perspectiva cuando además de referirnos a las empresas pretendemos
predicar el concepto de competitividad de los países. El discurso económico y
las políticas de los gobiernos continúan aplicando el término a la economía nacional
y lo utilizan para justificar las medidas duras y antipopulares. Sin embargo,
la definición de competitividad referida a un país debe ser mucho más precisa
que la de una empresa. La manera de alcanzar esta competitividad en los países
pasa por reducir costes, y por lo tanto el precio, bien modificando el tipo de
cambio o bien disminuyendo los salarios y las cotizaciones sociales.
El G-20 viene afirmando que las
devaluaciones competitivas no son el mecanismo adecuado para adquirir una mayor
cuota de mercado. Únicamente se conseguiría crear el caos en los mercados de
cambios y generar un clima de inestabilidad monetaria ya que todos los Estados
se adentrarían en una carrera si fin para depreciar su moneda. Pero ¿Por qué no
se aplica el mismo criterio cuando se trata de reducir salarios, desregular el
mercado laboral o bajar los impuestos y las cotizaciones sociales? También en
estas materias los otros gobiernos actuaran con similares medidas, y al final
todo quedara igual, ya que la competitividad es juego de suma cero como hemos
comentado antes. Lo único que no quedaría igual serían los trabajadores que vivirían
infinitamente peor y se habrán destruido muchos elementos de ese Estado de
bienestar que con tanto esfuerzo se ha ido tejiendo.
Lady Blu
La "competitividad" se ha convertido en un eufemismo que enmascara el recorte de coste (salarios) de nuestros productos. Nuestro gobierno se olvida siempre que la competitividad tiene dos vertientes: el recorte de costes y la mejora del producto con el mismo coste.
ResponderEliminarPor lo visto se ven incapaces de mejorar las prestaciones y los productos.
Por otro lado, la tan cacareada competencia y libertad de mercado siempre termina en oligopolio: todo el mercado en manos de unos pocos agentes que se ponen de acuerdo para j**** al consumidor. Y al trabajador.